En aquella mañana mi madre trajo a casa un conejito blanco con ojos vivaces y de un color rojo vivo. Se lo había regalado una vecina y amiga que los criaba para vender. Luego nos encariñamos. Estábamos juntos a todas horas.
Me recibía en el portal cuando me escuchaba llegar de la escuela y corría hacia mí dando saltitos de alegría, como si fuera mi perrito. Era mi compinche de juerga y cariños.
Un día, mi madre me dijo que no me encariñara mucho a él, porqué lo había ganado para cuando tuviera el peso apropiado, servirse en un buen plato. Al oír eso, casi me muero. Lloré y supliqué que no lo hiciera, que era mi amiguito, que en la vida me lo comería, que no lo permitiría jamás.
Apenada, mi madre me hizo caso. Al día siguiente volvió con otro conejo para prepara el plato que había planeado. Me invadió la felicidad. Había logrado salvar a mi vivaracho amigo y le pregunté en dónde estaba y porqué no me había recibido como siempre.
-¡Bueno! - respondió - Lo he devuelto a la dueña a cambio de éste que ya está con buen peso para cocinar.
Aquello me impactó. A partir de ese día dejé de comer carne de conejo.
-¡Bueno! - respondió - Lo he devuelto a la dueña a cambio de éste que ya está con buen peso para cocinar.
Aquello me impactó. A partir de ese día dejé de comer carne de conejo.
© M.del Carmen B.García