Una diminuta ventana, una puerta de entrada ya hecha trozos con maderas envejecidas colgadas entre hierros descompuestos por la oxidación y decrepitud, incluso un agujero por dónde se podía ver entrar y salir un pequeño ratoncito buscando refugio, eran las únicas fronteras que separaban aquel mundo espectral al mundo real.
En ese cobijo se podía palpar el hollín que impregnaba todos los rincones de la única habitación y le daba al ambiente un aspecto siniestro.
En una mesa arrinconada y acompañada de una silla vieja, se veía un cúmulo de polvo, entre telarañas y gruesos sedimentos de velas que se habían esparcido al estar permanentemente encendidas en viejos tiempos, formando amorfas figuras sobre la mesa. A su lado, un horno muy antiguo y mugriento con restos de leña y papeles mal quemados abandonados a su suerte.
Las paredes ya muy antiguas daban paso a un aire muy escaso por algunos agujeros y hacían entrar algo de claridad en aquella minúscula habitación en la que también se veía únicamente un cuadro con la foto de un caballero de aspecto muy seductor, colgado frente a la mesa.
Encima de ella, delante de la única silla, cuadernos con escritos personales, una montaña de libros muy manoseados, cartas de amor intercambiadas y amontonadas. Una pluma metida en un tintero ya reseco hacían recordar que allí había vivido alguien aficionado a la escritura, a la lectura o un ser solitario y enamorado.
Ahora, los únicos propietarios de la vieja cabaña eran la oscuridad y la pesadez.
Detrás de una única e inmunda cortina que separaba el sobrio ambiente de la cabaña, se encontraba la habitación con una cama muy antigua de madera tallada. En ella, como la Bella Durmiente, olvidada por la humanidad o quizás por su príncipe azul, su dueña reposaba para la eternidad rendida al esperar en vano que se realizara su sueño más anhelado.
Descansaba allí hacía ya mucho tiempo. Tenía el pelo muy largo y grasiento. De sus manos salían alargados huesos, como si de una pianista se tratara. Llevaba puesto un vestido blanco hecho trizas por el pasar de los años y la descomposición, mismo que el frío de la montaña hubiera ayudado en su preservación.
En su rostro resequido, una expresión de tranquilidad y una sonrisa se habían inmortalizado. Era el semblante de quien se había mantenido y agarrado a una sola esperanza en vida. Se había ido de este mundo sin darse cuenta de no haberlo logrado. No demostraba sufrimiento, decepción ni dolor, porque había sido muy grande y desmesurada su esperanza de volver a ver su amado. Parecía feliz. Había muerto con la certeza de que su prometido volvería, en cualquier noche de diciembre.
En una carta abandonada sobre la mesa, remitida por su amante, le hablaba de su gran amor, de sus viajes aventureras y le advertía que volvería pronto. Le haría una sorpresa así que entrara por su pequeña ventana el primer claro de una luna llena de diciembre. Hablaba de la felicidad y de la complicidad que por fin compartirían así que volviera a su lado, para que pudieran finalmente estar juntos hasta la eternidad.
Con esa dulce y romántica ilusión, había esperado por él durante muchos años, muchos diciembres y muchas lunas llenas. Le quería tanto y debido al noble sentimientos de los enamorados no se había dado cuenta, entretanto, que en ninguna de sus cartas, su prometido le había especificado en qué luna llena sería, mucho menos en qué año sería ese dichoso mes de diciembre.
© M.del Carmen B.García