viernes, 9 de junio de 2017

La Luna de Diciembre...

         
Una diminuta ventana, una puerta de entrada ya hecha trozos con maderas envejecidas colgadas entre hierros descompuestos por la oxidación y decrepitud, incluso un agujero por dónde se podía ver entrar y salir un pequeño ratoncito buscando refugio, eran las únicas fronteras que separaban aquel mundo espectral al mundo real.

En ese cobijo se podía palpar el hollín que impregnaba todos los rincones de la única habitación y le daba al ambiente un aspecto siniestro.

En una mesa arrinconada y acompañada de una silla vieja, se veía un cúmulo de polvo, entre telarañas y gruesos sedimentos de velas que se habían esparcido al estar permanentemente encendidas en viejos tiempos, formando amorfas figuras sobre la mesa. A su lado, un horno muy antiguo y mugriento con restos de leña y papeles mal quemados abandonados a su suerte.

Las paredes ya muy antiguas daban paso a un aire muy escaso por algunos agujeros y hacían entrar algo de claridad en aquella minúscula habitación en la que también se veía únicamente un cuadro con la foto de un caballero de aspecto muy seductor, colgado frente a la mesa.

Encima de ella, delante de la única silla, cuadernos con escritos personales, una montaña de libros muy manoseados, cartas de amor intercambiadas y amontonadas. Una pluma metida en un tintero ya reseco hacían recordar que allí había vivido alguien aficionado a la escritura, a la lectura o un ser solitario y enamorado.

Ahora, los únicos propietarios de la vieja cabaña eran la oscuridad y la pesadez.

Detrás de una única e inmunda cortina que separaba el sobrio ambiente de la cabaña, se encontraba la habitación con una cama muy antigua de madera tallada. En ella, como la Bella Durmiente, olvidada por la humanidad o quizás por su príncipe azul, su dueña reposaba para la eternidad rendida al esperar en vano que se realizara su sueño más anhelado.

Descansaba allí hacía ya mucho tiempo. Tenía el pelo muy largo y grasiento. De sus manos salían alargados huesos, como si de una pianista se tratara. Llevaba puesto un vestido blanco hecho trizas por el pasar de los años y la descomposición, mismo que el frío de la montaña hubiera ayudado en su preservación.

En su rostro resequido, una expresión de tranquilidad y una sonrisa se habían inmortalizado. Era el semblante de quien se había mantenido y agarrado a una sola esperanza en vida. Se había ido de este mundo sin darse cuenta de no haberlo logrado. No demostraba sufrimiento, decepción ni dolor, porque había sido muy grande y desmesurada su esperanza de volver a ver su amado. Parecía feliz. Había muerto con la certeza de que su prometido volvería, en cualquier noche de diciembre. 

En una carta abandonada sobre la mesa, remitida por su amante, le hablaba de su gran amor, de sus viajes aventureras y le advertía que volvería pronto. Le haría una sorpresa así que entrara por su pequeña ventana el primer claro de una luna llena de diciembre. Hablaba de la felicidad y de la complicidad que por fin compartirían así que volviera a su lado, para que pudieran finalmente estar juntos hasta la eternidad.

Con esa dulce y romántica ilusión, había esperado por él durante muchos años, muchos diciembres y muchas lunas llenas. Le quería tanto y debido al noble sentimientos de los enamorados no se había dado cuenta, entretanto, que en ninguna de sus cartas, su prometido le había especificado en qué luna llena sería, mucho menos en qué año sería ese dichoso mes de diciembre.





© M.del Carmen B.García


jueves, 8 de junio de 2017

El miedo a vivir demasiado...




El miedo, ese espectro que te ronda la cabeza por las noches. Ese que te hace perder muchas veces el sueño, el descanso, la confianza en tu lucidez y que en muchas ocasiones incluso pone en duda los criterios de toda una vida. Miedo a morir sin cumplir todo lo que anhelas o peor aún, miedo a vivir demasiado.

El vivir demasiado, el sueño de todos o de muchos, puede al mismo tiempo ser un malogro. Reconozco lo fundamental que es vivir, pero vivir con plenitud, con dignidad, con sueños e ilusiones, con ganas de seguir adelante a pesar de la inmensa cantidad de tropiezos que se dan en la vida, de los desasosiegos contantes, de algunos o muchos arrepentimientos, pero siempre con una imprescindible y esencial esperanza.

A partir del momento en que la vida te prive de ese combustible vital, ese refugio trascendental de cualquier ser humano. En el momento en que ya no sepas de lo que tratan tus ilusiones, definitivamente, ya habrás vivido demasiado.

Has vivido demasiadas alegrías y disgustos, demasiadas ilusiones y desengaños, demasiados sueños inasequibles. Pero si llegas al momento de la desconexión total de una vida plena, dejarás ya de existir como alguien, dejarás de ser tú y pasarás simplemente a ser algo. Es justo ese "algo" el que me da miedo.

En absoluto sería yo sin mis recuerdos, mis alegrías, mis memorias, mis angustias, mis sufrimientos diarios, sin mis inquietudes constantes y hasta sin mis miedos. Cuando mis momentos de gloria y mi esencia me hayan sido arrebatados, cuando ,mi ánima ya haga parte del Universo y mis sueños ya no me pertenezcan, no sería más que algo vacío. Un resquicio, prácticamente un objeto desechable y eso sí, me da miedo, mucho miedo.

Olvidar quien fui, de las veces que me saltó el corazón por la boca, todo lo que vi y lo que toqué. Lo que viví, lo que olí, lo que sentí, lo que reí y lloré, lo que acepté y rechacé. Lo que caminé y retrocedí, olvidar a amigos queridos y tan presentes en mi vida. Olvidar los libros, canciones y películas que me hicieron llorar o reír, que calaron hondo y que moldearon mi sentir, lo que pienso y soy.

Olvidar a mis propios hijos y nietos, a mis grandes amores, hasta a los desamores y dolores. Esa no sería yo, en absoluto, ni siquiera una milésima parte de la chispa que me acompañó toda la vida, y eso sí, me da miedo, mucho miedo...


© M.del Carmen B.García

Cita a ciegas.


                                                  
Lo había hecho ya varias veces. Después de algunas conversaciones online en una página de citas muy conocida y verificar que él tenía buena escritura y cultura, además de vivir muy cerca de mi casa, marcamos una cita. Sería uno más entre muchos otros intentos que no resultaron en nada. Al fin de cuentas, podía cenar con alguien, después quizás ir a bailar, caminar por un paseo marítimo, ir al cine o simplemente despedirnos y irnos cada uno a su casa.

Después de poco tiempo, por fin íbamos a conocernos en persona, de este modo, al vernos en vivo y con un poco más de convivencia, podríamos concluir si tendríamos alguna posibilidad o no.

Como siempre esa expectativa me provocaba cierta ansiedad. Ya había pasado por eso varias veces y sabía que el contacto directo puede destruir horas de conversaciones aparentemente agradables. Los ojos siempre transmiten lo que las palabras muchas veces no osan decir.

Hacía mucho frío aquella noche, yo ya estaba en el punto acordado para conocernos y a pesar de insegura, decidida. No pretendía volver atrás, entretanto al verlo acercándose no me dió buena espina. Llevaba con él además de una ropa cara que antecipadamente me había descrito, una mirada tan fría como la misma noche y un aura turbia y oscura.

Nos presentamos, nos dimos dos besitos en las mejillas, fuimos a cenar, después caminamos por el barrio juntos y empezamos a conocernos más. No dejaba de ser cansino resumir una y otra vez una larga vida en pocas horas, pero quien sabe si de esta vez ganaba en la lotería y conocía al hombre de mi vida. Todo era una cuestión de suerte. ¿Por qué no arriesgarme?

Por una serie de circunstancias, al vivir tan cerca, al vernos tan a menudo y mimarme siempre con halagos y regalos, quizás para suplir su falta de encanto y gracia, al cabo de unos meses ya estábamos juntos.

No éramos adolescentes y sabíamos lo que queríamos, alguien con quien compartir el resto de nuestras vidas. Entretanto con la convivencia diaria, al poco tiempo me di cuenta que lo que me había tocado era en realidad un premio muy gordo, demasiado gordo para mi gusto.

Tristemente pude comprobar que a pesar de mis ilusiones, mi primera impresión, como siempre, no me había engañado. Su aura oscura y su mirada fría finalmente me superaron.

Ese mi aprendizaje fue absolutamente abrumador al punto de jamás proponerme otra cita ni a claras, ni a ciegas. ¡Lección aprendida!




© M.del Carmen B.García
  




domingo, 4 de junio de 2017

El baño...







Tarea en el Taller de Escritura: dar un final al texto

Era adolescente y negra. Se llamaba Violeta.
Hace aproximadamente un año, mientras cocinaba, un pequeño accidente hizo que se le derramase aceite hirviendo sobre su brazo. Cuando sus quemadura sanaron y pudo quitarse las vendas, comprobó que la piel herida se había vuelto clara, algo arrugada por las cicatrices, pero casi blanca. Desde ese momento, no hubo para ella en el mundo nada más importante que alcanzar su empeño.


Mi final:

Escribía sobre ello en todos los medios. Daba conferencias por el mundo.
Salía en la tele, iba tanto a escuelas conflictivas como distinguidas.
Sólo tenía en mente que sería su misión mientras viviera.  
Quería mostrar al mundo tan dividido entre razas y colores que esta división era puro deseo mezquino y egoísta, porqué por debajo de cualquier piel, el color era el mismo.
Lo que realmente podría diferenciarnos son las profundas y grotescas cicatrices no visibles, que llevamos escondidas en nuestras almas.


© M.del Carmen B.García







En la Comisaría de Policía...

                                                   
 

En la espera para ser llamada, Mayte Fernández sigue llorando. Está muy abatida, dolida, asustada, magullada y extremadamente indignada. Después de una media hora de espera, escucha al policía llamar por su nombre.

Estaban todos preparándose para salir. Mayte estaba un poco más tranquila por haber hecho la denuncia y por tener el apoyo de su vecina y amiga. Dormiría en su casa esa noche, después se cambiaría para la casa de sus padres. No podía dejar pasar más tiempo. Estaba con mucho miedo esta vez. 

-¡Sra. Fernandez, pase por favor! Siéntese y dígame lo que ha pasado.

-Volví del trabajo dos horas más tarde esta tarde y mi marido así que llegué empezó a pegarme, a gritarme, llamándome de todo y diciendo que ya está perdiendo la paciencia, que la próxima vez acaba conmigo de una vez por todas.

Ella, entre lágrimas, intentando cubrir los moretones y conteniendo los sollozos le responde:

-¿Quiere hacer una denuncia y así ya tomamos outro procedimiento? ¿Tiene   para dónde ir con ellos?

-¿Usted ya ha puesto alguna denuncia antes?

-No. Lo pensé hacer unas tres veces, pero temo que se enfurezca más.

-¿Tiene usted algún testigo?

-¡Sín duda! Los vecinos, mi família y el médico al que acudí la última vez.

-¿Tiene hijos?

-¡Sí! Y viven con nosotros. Quería saber si puedo sacarlos de casa, temo por ellos también, porqué intentan protegerme.

-¡No es así tan fácil! Hay todo un proceso legal antes de poder separarles del padre. Hay que verificarlo todo muy bien y buscar un sitio seguro para todos.

-¡Sí! A la casa de mis padres.

-Señor, tiene que tomar una actitud urgente. Los gritos y las palizas están cada vez más violentos.

-Temo por esa familia. ¡Dijo la amiga!

-¡No se preocupe! Ya tomaremos las providencias necesarias!

-¡No sé, no sé! Él estará furioso por la denuncia. ¡No me gusta la idea de que vuelva allí!

En ese momento entra su vecina trayendo a sus hijos. Llorando y asustados, abrazan a su madre que está hecha un manojo de nervios. Teme por su vida y por la de sus hijos. Las denuncias no le ayudarán en nada. Sabe que a su marido no le impedirá de cualquier día hacer lo que quiere: acabar con ella. 

Mientras Mayte abraza a sus hijos para calmarles, su vecina habla con el policía.

Así que se levantaron y se encaminaron para salir de la Comisaría, Mayte vio al marido venir en su dirección por el pasillo. Estaba al lado de su amiga y ésta agarraba sus hijos por las manos, mientras Mayte se recomponía, si es que se puede recomponer de algo así. Al acercarse, su marido sacó de una pistola y le disparó tres veces, en plena Comisaría, llena de policías, al lado de su mejor amiga y delante de sus dos hijos. 




© M.del Carmen B.García   

Érase una vez...


                       


Érase una vez un país muy bello, pequeño en extensión y grande en
desigualdades. Su pueblo creía vivir en un Estado democrático de Derecho. Se les había metido eso en la cabeza durante muchos años, después de una larga dictadura.

Una gruesa cortina de humo encubría los ojos de la grande mayoría de sus súbditos. Casi no tenían opciones de trabajo y si trabajaban, mal ganaban para el sustento de su familia, pero mismo así temían a lo nuevo. Preferían mantener lo malo conocido a intentar un cambio.

No se percataban que estaban subyugados a leyes que no les beneficiaban, por lo tanto, nada hacían para derrocarlas. Eran más bien acomodados que evolucionados y para mantenerlos en ese estado letárgico, sumiso y dócil, se usaban cortinas de humo amedrontándoles contra cualquier cambio que pusiera en peligro el "establishment".

Habían coliseos en dónde se practicaban algunos deportes de origen medieval para al gozo y entretenimiento de sus vasallos. Abundaban diversiones basura, de esas que alimentan la miseria interna de muchos humanos. Era la distracción perfecta y la que tenía mayor audiencia.

Tenían reyes, pero no de esos que antiguamente mandaban barcas y súbditos leales a dominar nuevos pueblos arrebatándoles sus tesoros. Estos ya tenían las arcas bien llenas y un pueblo muy dócil y sumiso. No tenían voz, pero ahí seguían, para que no se les olvidaran. Los piratas de ahora eran elegidos por el pueblo y lo tenían más fácil. En vísperas de elecciones se les prometían el oro y el moro, pero a sus espaldas manipulaban y usurpaban el dinero público para sus propios beneficios. Subían, creaban y desvirtuaban impuestos, llegando a robar herencias de los menos favorecidos para engordar sus fortunas particulares. Algunas leyes eran tan abusivas como lo fueron en la época de los señores feudales.

A los empresarios les salía más en cuenta producir en países de trabajo esclavo que dar trabajo y sueldo justo a los de su tierra. No tenían el interés ni la sabiduría para exigir el cambio necesario para que pudieran desarrollarse y evolucionar como una nación madura, productiva y honesta. Al final su fortuna estaba garantizada.

Muchos se iban del país, otros luchaban a duras penas para sobrevivir. Los jóvenes más perdidos, usando de la bebida, en bandos. se envalentonaban contra los más débiles y los diferentes, jamás contra sus amos y señores. Estaban embotados, perdidos y mirando a su propio ombligo y placer. Volvían con el antiguo espíritu de jaurías como en la prehistoria.

La venda que llevaba la Dama de la Justicia estaba por tanto bien "justificada". Veía lo que quería ver.

Yo, particularmente, echo de menos a los piratas que arriesgaban sus vidas en mares desconocidos. Estos daban la cara y eran valientes. Además, les perseguían y se les condenaban siempre.




© M.del Carmen B.García

Perdida en un gran almacén.

                                             



"En aquel inmenso escenario de compras me entretuve en el área que más me gustaba, la de juguetes. Estaba en el paraíso finalmente. Sin reglas, sin gritos, sin palizas, sin miedo y viviendo a tope mi libertad. Me perdí para siempre."




© M.del Carmen B.García

Me gusta...


Por la arena de olas tranquilas....



                   


"Por la arena de olas tranquilas y murientes, pasea una niña rubia, de dulce expresión que saluda con su mirada. Un barquero cobra aliento para una nueva y dura faena. Al fondo se enlazan con cariño y respeto, el mar y el infinito"




© M.del Carmen B.García



*pintura de Joaquín Sorolla.

La ventana




"A pesar de la claridad que traspasa las ventanas anunciando un nuevo día, pocas son las ganas de levantarme. ¡Ya sé lo que me espera!
La misma inseguridad, los mismos miedos y los sueños perdidos de toda una vida."







© M.del Carmen B.García


La sala de espera...


                           



La sala de espera del Centro Hospitalar estaba llena en aquel viernes por la tarde. Me senté entre un señor de edad y una niña acompañada por su madre, o quizás fuera al contrario, no lo sé.

Delante de mí, estaba el ventanal del Hospital desde el que se podían ver algunos edificios, un parque a lo lejos y un cielo gris que invocaba lluvia. El día fuera ya era triste, dentro de una sala de hospital lo entristecía aún más. Me detuve a reparar en las personas que agradaban ser llamadas.

A mi frente, una anciana se secaba los ojos a toda hora. No sabía si lloraba o tenía algún problema en los ojos. A su derecha una otra señora fruncía las cejas, quizás por estar preocupada o por algún dolor físico o de alma.

-¿Tardarán mucho para atendernos? dijo a la que lloraba a su vecina.
-¡Pués no lo sé, también lo estoy pasando muy mal, pero sabe cómo son. Van a su ritmo, a su aire. Habrá que tener paciencia. Además los fines de semana, no sé bien porqué, siempre hay más movida.

A la izquierda, un adolescente que parecía estar de visita, no despegaba los ojos de su móvil. Habría venido por algún resultado médico o acompañando a la anciana que se secaba los ojos. Se portaba con la misma tranquilidad como si estuviera en el salón de su casa.

-¡Joo, es que esta wiffi del hospital es una putada. No logro hacer nada!
-¡Tranquilo! le responde la señora. ¡No seas tan impaciente, no será por eso que te vas a morir.

Al fondo de la sala, un señor de mediana edad, rechoncho y mofletudo, hacía muecas y transpiraba en abundancia. Parecía tener dificultad para oxigenarse, quizás por eso y no por su peso transpirase tanto.

Mientras aguardaba mi vez, observaba al mi alrededor. Me gustaba distraerme observando a los demás e imaginando sus vidas a través de sus comentários.

El señor a mi lado, hacía un ruido raro al respirar. Parecía un gato. Me recordó a una tía abuela que había conocido cuando era niña. Me causaba angustia.

Luego la niña, como toda cría, empezó a inquietarse, a correr de aquí a allí, rompiendo el ambiente tenso con un desasosiego espontáneo y saludable. No parecía estar mal, todo lo contrário. Quería llamar la atención y vino hacia mí al reparar que la miraba.

-¿Sabes porqué estoy aquí? me preguntó con carita de alegría.
-¡No! respondí ¡Pero no pareces enferma, estás muy alegre!
-¡Sí, que lo estoy! Respondió, riéndose.
-¡Es mi mamá que está algo malita! ¡Pero no está enferma tampoco! ¿Ehhh?
-¡Es que mi hermanito le está dando pataditas en la barriga y quiere que pare, porque le hace daño y eso no se puede hacer a la mamá. ¿No?

La mamá y yo nos miramos y nos reímos. Era lo que daba ánimo y vida a la sala de espera de un hospital en un viernes gris por la tarde.





© M.del Carmen B.García



Las urracas-ladronas...


                                     





Una creencia muy arraigada en Europa habla del mito de las “urracas ladronas”, aves similares al cuervo, algo más pequeñas, que roban y se llevan al nido pequeños objetos, principalmente si son brillantes. Algunos estudios entretanto, lo contradicen...

Leyendo casualmente respecto a este tema, me vino a la memória una situación que en cierto modo me ha parecido similar y que además de chistosa, también ha sido dolida y dolorida.

Mi madre, tenía en Brasil algunas amigas de nacionalidad española, que se frecuentaban las casas, para comidas, para charlar de los tiempos de juventud, hablar de la España que habían dejado atrás, de sus nuevos sueños, miedos, maridos e hijos.


Una de esas amigas, a quien llamaban Doña María, madrileña, unos cuantos años mayor que ella, enfermera, viuda y con un hijo ya maduro, era una señora simpática y afable, quizás debido a su profesión. Vivía  en una casa pequeña pero muy bien acomodada y llena de detalles por todos sus rincones.

Seguramente eran objetos que llevaba a Brasil desde España en los viajes que solía hacer, con la intención de mantener vivos los recuerdos del pasado y de la vida que había dejado atrás. Algunos recordaban mucho al país, por sus colores amarillo y rojo, como pequeñas banderas, el Toro de Osborne o las famosas y rancias bailarinas de flamenco con sus trajes de distintos colores, inmortalizadas en su posición y que en aquella época, aún solían ponerse encima del televisor y por todas las estanterías.

Tenía también numerosos atavíos de cristales esparcidos por todos los muebles de la casa, y que por no ser vistos comúnmente en las tiendas, o quizás por estar más a mano, despertaban en mí una tremenda curiosidad.

Como jamás he sido un ser tranquilo, todo lo contrario, me pasaba la vida curioseando todo a mi alrededor, corriendo de un lado a otro, subiendo y bajando en todo lo que estaba a mi alcance, como si tuviera alas en los pies igual al antiguo dios griego Hermes o más probablemente, al dios romano Mercurio, que entre otras cosas se le atribuye ser el jefe de los sueños y el guardián de las puertas, justo esas que tanto me atraían, principalmente si estaban cerradas.

Recuerdo que me era imposible estar quieta, más aún si estaba aburrida y que además de dos buenos ojos, también solía toquetear todo lo que me llamaba la atención, tanto lo que estaba expuesto, como lo que estaba dentro de cajones y armarios. Me resultaba imposible no hacerlo, como si tuviera la necesidad de confirmar todo lo que veía a través de los ojos-yema de los dedos. Estudios científicos dicen que es en las yemas de los dedos y no en las palmas de la mano donde se puede conocer el potencial y el destino de cada uno, estudiar la felicidad del ser humano e identificarse con la naturaleza. ¿Y quién soy yo para ir en contra de la naturaleza?

Mi madre, una asturiana rígida en la educación, a quien incluso, una coma fuera de su sitio le molestaba, principalmente si la movía yo, después de algunas horas de visita, risas y entretenimiento, entre cafés, tartas y bizcochos, distraída por la larga charla, olvidándose por horas de mi presencia, cosa que yo siempre agradecía, se levanta en dónde había estado apaciblemente sentada durante todo el encuentro y recoge finalmente su bolso de la silla, en dónde lo había dejado.

Al cogerlo se sorprendió por su peso. Pesaba muchísimo, más de lo normal y decidió abrirlo para entender lo que ocurría. Cuál no fue su sorpresa al averiguar que en su interior había una infinidad de pequeños trastos que se fueron amontonando encima de la mesita del salón, trastos que yo con todo el cariño y después de seleccionarlos cuidadosamente, los había metido dentro para llevarlos a casa.

Sin dudar un segundo siquiera de la inocencia de ese comportamiento, D. María se partió de risa, pero a mi madre, al contrario, no le hizo ninguna gracia y me acusó de haberlo robado, me pegó una zurra y me dejó totalmente abochornada. Así que de un repente, dejé de llevarme las cosas que me llamaban la atención, pero obviamente seguí toqueteando todo lo que me gustaba con los ojos-yema y a partir de ahí, empecé a alimentar un nuevo sentimiento, el de la empatía, identificándome totalmente  con las pobres “urracas-ladronas”  tan erróneamente acusadas de cleptómanas...

Por supuesto este incidente quedó en la historia común entre esas amigas y volvían a recordarlo de vez en cuando y las hacía reír un buen rato. Después de años y ya superadas la vergüenza y la humillación, confieso que cuando imagino la escena, hasta a mí ahora, me hace mucha gracia.


© M.del Carmen B.García






Sensación de frío...




"El frío corría suelto por las calles vacías y yo lo sentía por mi cuerpo de punta a punta. Mal razonaba, la mente también estaba congelada. Los extremos del cuerpo eran áreas glaciales por dónde apenas corría la sangre. La espalda tan rígida como la de un general en acto de servicio y con la sonrisa congelada pegada a la cara."




© M.del Carmen B.García